Diplomática
Diplomática
Al registrar en los medios mundiales la imagen fuerte y cruda de un colega de carrera tirado en el suelo de una galería en Ankara, a muchos de los que practicamos este oficio, muy seguramente nos ha despertado la ansiedad de enfrentarnos al azar. Ese azar que lleva a cualquier espectador a estar presente en el momento de infortunio de un atentado irracional, o de una manifestación de disenso plasmada con violencia. Un agente diplomático asesinado en una inauguración de un acto cultural nos enfrenta a la imagen fortuita de estar ahí, en ese preciso momento, representando a nuestro país y tener que asumir las consecuencias.
Ser diplomático de carrera en el mundo de hoy es un proyecto de vida que brinda grandes oportunidades e inmensas responsabilidades. Los pensamientos radicales de toda índole ven en los ataques a cualquier símbolo o representante, un medio para infundir terror y validar la violencia como herramienta política.
Representar a un país tiene ciertamente sus privilegios y prerrogativas, pero para una persona que escoge como proyecto de vida la carrera diplomática y consular de su país, (que en algunos casos son carreras totalmente independientes), significa una cuota de sacrificio personal y familiar que lleva algo implícito: no importa cuán grande sean los sacrificios o los privilegios, el funcionario aprenderá a que la representación de su país es la esencia de su labor y esa representación es su responsabilidad.
No es tarea fácil dejar de ser un ciudadano con opiniones, taras, miedos y expectativas sobre su realidad nacional, para convertirse en un agente que representa a su Estado en lugares distantes. La ética de representar versus la fidelidad a sus pensamientos y posiciones, muchas veces hacen mella cuando se brinda un discurso en nombre del país o se accede a un ámbito académico para explicar las realidades de una nación. Madurar el sentido de pertenencia a la carrera diplomática también exige que ese ser diplomático construya una pared ética y real que diferencie lo personal de lo representado. Vale preguntarse, como colega del Embajador Andrei Karlov, si la bala que cegó su vida hizo pedazos esta pared ética, en la que el ser humano pagó un alto precio por ser diplomático, una persona que entendía su oficio y eso es lo que hoy me llama a la reflexión.
Ser diplomático es convertirse en un ser diplomático, que entiende las peculiaridades de representar cada cuatro, seis u ocho años ante un gobierno diferente, un ser que no deja de esa representación ni en las noches ni en feriados, un ser que acepta con humildad y aplomo los privilegios que le brinda su cargo pero que entiende que el cargo no es propio ni para su usufructo personal. Un diplomático, puede hoy estar en el Palacio de las Naciones en Ginebra para cambiar en semanas y sentarse con connacionales en una frontera inhóspita y atender sus necesidades. Un diplomático, es padre o madre de familia que debe redefinir su arraigo para vivir en armonía con culturas variadas y distantes a la suya.
Estas palabras son un sencillo homenaje a todos los colegas que han escogido esta carrera, la de ser diplomático. El Embajador Karlov escogió esta carrera. Muchos en nuestro oficio no estaremos enfrentados a los juegos del ajedrez geopolítico que deben asumir algunos en representación de su Estado, y muchos otros aportaremos, no desde el brillo de las luces que dan protagonismo a nuestra actividad, sino desde la producción de ideas que defiendan una posición o aspiren a defender los intereses nacionales en los ámbitos bilaterales o multilaterales.
Lo que si tenemos en común los diplomáticos de carrera, es que hemos escogido llevar una bandera como símbolo de nuestro trabajo. Para bien o para mal, en los ojos de otros, la ligan al nombre de la persona que la enarbola y asocian las coyunturas, las percepciones y las realidades de la política del país que representa a ese ser humano que escogió ser diplomático.
1. https://blogs.elespectador.com/actualidad/ese-extrano-oficio-llamado-diplomacia/ser-diplomatico
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